lunes, 18 de noviembre de 2013

Las tres caras de la moneda



Las tres caras de la moneda es el título del último libro de Jorge Gamero. Se trata de un libro heterogéneo y tenaz, bien trabajado y pulido, en el que las historias toman distintos formatos y enfoques dando forma a un recipiente en el que caen valiosos objetos de distinta procedencia, como si se tratara de uno de esos cajones en los que conviven tijeras, papeles, caramelos, bobinas de hilo, algún botón y unas gafas para ver bien convenientemente guardadas en su funda.
El libro está estructurado en tres partes: Gajes del oficio, Del amor y sus (d)efectos y Otros asuntos pendientes.
En Gajes del oficio, Gamero rinde homenaje al universo de lo literario: el trabajo sin fin de las letras como tarea y oficio, los libros que forman parte de su mundo, las fobias y filias del escritor, el conflicto entre la vida y la ficción. El café es una breve pieza incluida en esta parte que dibuja una minuciosa descripción del café literario como especie en extinción, muy al gusto de los escenarios de las ficciones de Gamero. Coitus interruptus nos cuenta la historia de un escritor que no se decide entre la página y el sexo con su mujer y en Reciclaje construye una historia a partir de títulos de libros, como si se tratase de una tarea de costura a base de retales de libros, con una habilidad, minuciosidad y labor de encaje dignos de admirar.
En Del amor y sus (d)efectos, la segunda parte de Las tres caras de la moneda, encontramos un relato especialmente valioso: Habitaciones, la historia de tres parejas que se encuentran en un hotel. En él, cada párrafo nos traslada a cada una de las parejas en sus respectivas habitaciones, y los hilos de la ficción se entrelazan con sabiduría narrativa hasta cerrase en un solo nudo que cierra el relato con increíble elegancia. También encontramos La giganta, en el que el humor sazona la narración de un encuentro entre una mujer inmensa y un amante vencido por las proporciones de su rival sexual, o La masajista, que bien podría haberse titulado Crónica de un calentón, en el que Gamero mezcla sabiamente dosis de humor, desbordamiento léxico y sensitivo y unas interesantes concepciones del ridículo o la mediocridad como victoria, que parecen compartir muchos de sus personajes en el libro.
La tercera parte, que cierra el libro y tiene por título Y otros asuntos pendientes, es un grupo de relatos en los que podemos encontrar, entre otros, una castiza ficción de género policial (El detective Farol), un relato de desbordante imaginación que retrata un ficticio equipo de fútbol (La alineación), una historia sobre una mujer mayor que pierde poco a poco la memoria (Oscuridad) y La cosa, ficción que aborda el urgentísimo y actual problema de los desahucios por impago de las hipotecas.
Mira Gamero la literatura de abajo a arriba, en contrapicado, con humildad y admiración, como si fuera un adorado tótem, y el libro está recorrido por interesantes reflexiones sobre su relación con la literatura mientras pide permiso para entrar en el café y se interroga sobre los sagrados monstruos de los libros que admira. En nuestra opinión, Gamero puede estar tranquilo porque ya es capaz de mirar a las letras a los ojos, de tú a tú, a la misma altura, porque su libro revela destreza en el manejo de las armas, capacidad de regate y, sobre todo, la indispensable condición para que lo escrito despliegue las alas y levante el vuelo: imaginación. No es necesario ya pedir permiso para entrar en el café, ni mirarse ocho veces al espejo para ver si el traje nos queda bien. Las frases de Gamero son la carta sobre la mesa de un escritor que cuenta. El café te espera, Jorge, el traje está hecho a medida, tu sangre lleva a Vila Matas y a Landero, pero esa sangre ya es tuya.
Gamero es un narrador de esa discreta forma de heroísmo que es preguntarse si uno está a la altura, un escritor que consigue escapar de lo gris con la dignidad intacta, el trabajador de la línea y la palabra, el que lucha con los posibles ritmos de la página, con las sílabas y la voz que nos habla desde el libro. En su literatura hay ganas de jugar con el juguete y una constante búsqueda de la ilusión como escudo, una ilusión que pueda tirar de nosotros con ojos siempre asombrados.


Las tres caras de la moneda
Jorge Gamero
Editorial Gramática Parda 2013
Colección Gramática Narrativa
 

miércoles, 6 de noviembre de 2013

Sergio Galarza no es JFK (afortunadamente)

Si nos mostraran las iniciales JFK como si fueran una de esas manchas que enseñan los psicólogos para ver lo que nos pasa por dentro, nos vendría a la mente aquel político americano recorriendo las calles de Dallas en un descapotable, acompañado de su mujer y con el cráneo atravesado por varios balazos. En esta ocasión, sin embargo, les invitamos a que esquiven esas desagradables imágenes criminales y políticas de los años sesenta para establecer otra relación no menos potente: JFK, la última novela de Sergio Galarza.
El escritor peruano afincado en Madrid nos ofrece la segunda entrega de su trilogía madrileña que ya iniciara con su anterior publicación, Paseador de perros (Candaya 2009), para contarnos la historia de J. Fernández Klimkiewicz, un joven de barrio que acaba dedicándose profesionalmente al oficio de escort. Para quien no lo sepa, JFK explica en la primera página de la novela en qué consiste eso: 
 
Algunos pensarán que mi nombre es una broma y otros que solo soy un puto chapero, pero ¡cuál es la diferencia! Sé que para muchos un escort y un chapero son lo mismo, aunque los dos comparten menos similitudes de las que podrían imaginarse. Un escort, grabénselo, es un terapeuta.

JFK va y viene por las calles de Madrid atendiendo las llamadas de sus clientes y asistimos a un desfile de personajes que deambulan por su diván psicosexual: ejecutivos, amas de casa aburridas, gente que busca compañía o simplemente quiere sentirse deseada. La voz del scort nos acerca las intimidades de esa ciudad de necesitados y lo hace bien. Nos cuenta a través de sus ojos lo que sucede en los dormitorios, en los salones de las casas, en las oficinas, en los apartamentos, en los hoteles. Su discurso está buscando continuamente una dignificación de su oficio y acaso nos arroja una nueva manera de entender las jerarquías. Es un personaje que huye de las intelectualizaciones pero continuamente se hace preguntas: ¿Qué necesitamos? ¿Qué nos hace felices? ¿Por qué la tristeza? ¿Cómo se deterioran las relaciones humanas? Y es que una buena novela no da respuestas sino que debe formular/reformular las preguntas de una manera especial. JFK busca un sentido estético a la vida, un sentido de autenticidad en la intensidad de lo vivido a través del afán de desnudar las cosas para verlas con toda su crudeza. Al final, nos quedan en la página trozos de vida en forma de palabras (no es poco) que nos ayudan a recomponer el interminable puzzle que todos llevamos dentro.
La atmósfera psicológica de la ciudad está absolutamente aprehendida, pero no es JFK una novela de mero ambiente. JFK es la ciudad que nos rodea y la que todos llevamos dentro, una búsqueda del origen de la desilusión y un consuelo encontrado apenas en unos fogonazos de vida que nos conmueven: una película, una canción, las palabras de un amigo, un abrazo en el último momento, unos billetes escondidos para alguien que los necesita pero jamás los pediría.
JFK es también una novela que reflexiona sobre la familia y sus trampas, los silencios, las inevitables inercias, las incógnitas en forma de fingimientos y la imposibilidad de vivir sin llevar una máscara. Encontramos en sus paginas a un padre que parece nacido de una fotocopiadora y trabaja en una imprenta, a una madre fiable como un electrodoméstico irrompible, a un hijo que acabó como escort porque todas las decisiones no son iguales y a veces somos elegidos y no elegimos. Éramos una familia de mentirosos, dice JFK en un momento del libro. Y quizá sea el tema de la familia la columna vertebral invisible que sostiene la novela. En ese sentido, JFK es una novela que va más allá del esteticismo y ahonda en las preguntas importantes. No es mero formalismo o catálogo de referencias al que cierto tipo de escritores modernos nos tienen cansinamente acostumbrados. La aparición de los elementos culturales que sirven de referencia a la arquitectura emocional del personaje (canciones, programas de radio, Dios manta, películas, imágenes, estética en definitiva) emerge con natural necesidad, sin exhibiciones de erudición hipster.
Sergio Galarza demuestra que puede atravesar el mundo con una prosa sencilla que no caiga en lo simple o lo vulgar. Enseña a los aprendices de Bukowski que, en literatura, los disfraces sencillos no tienen porque ser más baratos. Sabe que lo sencillo no excluye el matiz, sino que lo contiene. Nos dice a cada página: había una manera de decir eso que nos pasaba, y no era tan difícil, pero de cerca que estaba no lo veíamos. Para muestra un botón:

Me vanaglorio de mis poderes para detectar los puntos frágiles de las personas que solicitan mi ayuda, pero siempre fui incapaz de saber qué había dentro de mi amigo y tampoco me preocupé por descubrirlo. Es algo típico que ocurre con la gente que tienes más cerca, como cuando le pones una etiqueta a una caja sin saber qué contiene.

La novela nos enseña que huir es una forma de vida y un final que nunca acaba o nos conduce siempre a alguna parte, como el final de Los cuatrocientos golpes: … una mañana me despertaría listo para empezar de nuevo, sin pasado, ni muertes, ni clientes invadiendo mi sueño con llamadas desesperadas, proclama JFK, como manifiesto de su huida. JFK huye a pesar de la velocidad (… todo ocurría como en un videoclip: las imágenes pasaban de una forma tan violenta que me era imposible detenerlas para anilizarlas,) y lo hace porque el mundo a veces se derrumba y hay gente que nos quiere donde se supone que deberíamos estar y nos lo recuerda cuando queremos levantarnos:

eres un puto
-Ya no, lo dejé.
-Eso es lo que tú crees, toda la vida serás un puto, aunque te cases y tengas hijos.

Sigue batallando Galarza, en esa carrera, con el difícil y arriesgado deporte literario del alter ego. Ya lo hizo en Paseador de perros y en JFK da un paso adelante. Se advierte una evolución en el escritor que sigue afilando su cuchillo libro tras libro, sin caer en lo convencional ni en una inercia perezosa. Solo alguien que busca en las palabras como él lo hace puede acabar dando con frases como: Dibujaba sonrisas inútiles que se derretían como plástico tirado al fuego. Impecable Galarza. Lejos de acomodarse en la autocomplacencia o en la literatura confesional, construye un personaje tupido que posee existencia propia, un lugar, unos lazos, un conflicto, una búsqueda, y no es mera extensión del que maneja los hilos de la ficción. Cuando me retire tendrán que darme un premio a mi trayectoria como actor dice JFK, algo que podría interpretarse como una ironía de la voz de Sergio Galarza, escondida detrás de la de JFK (que no es él).


JFK
Sergio Galarza
Editorial Candaya 2012 


miércoles, 16 de octubre de 2013

De este agua sí beberé




Atreverse a escribir un libro de poemas de amor y salir con la cabeza alta después del trance constituye un acto de valentía, casi de transgresión, en estos tiempos de corren. Se expone uno al riesgo de desnudarse ante el brillo de las armaduras, ser confesional o cursi sin pretenderlo o convertir el texto en una aburrida y explícita declaración de emociones. El último libro de Raúl Nieto de la Torre, Los pozos del deseo, llegó a las librerías en el primer semestre de 2013 con la dificultad añadida de ser un libro de poemas de amor (es triste pero hay que decirlo, el amor está mal visto), y tenemos muchas e interesantes preguntas que hacernos después de leerlo. El que busque respuestas en un libro está equivocado, a no ser que las preguntas sean fáciles. Para eso están algunas guías turísticas y muchos de los manuales de pesca deportiva que el mercado nos ofrece. La mayoría de las veces lo único que nos devuelve la lectura son preguntas, afortunadamente.
El amor de Los pozos del deseo es un amor perseguido y perseguidor, y no es casualidad que su título aluda al deseo, porque Raúl nos habla de un agua que calma la sed pero que viene de profundidades peligrosas, pozos que dan la vida o nos atrapan ( “un laberinto / que era una línea recta / de ti a mí” ). El poema que da título al libro nos da algunas de las claves:

Pongamos que hablo de la vida eterna
mientras tiro monedas a los pozos
del deseo, y solo algunos trozos
de mí mismo se salvan de esa tierna

manera de suicidio. Que en los pozos
del deseo no existe la vida eterna.
(Pongamos que escribir es una tierna
manera de juntar todos los trozos.)

Detrás de la aparente inocencia del planteamiento de Raúl Nieto hay un fondo de desilusión o impotencia, una deliberada y candorosa manera de decirnos “esto no era lo que nos prometieron, esto no es lo que yo soñé”. Es el suyo un dócil desconsuelo cuyo único anhelo es la dignidad del que anda cansado después de correr y acaba encontrando las palabras para contarlo. Es un libro de reivindicación de la verdadera materia poética, del merecido protagonismo que olvidamos otorgar al encabalgamiento, de defensa de la música interminable de las palabras ( “y recuerda no obedecer las palabras / sino la voz” ). Y se apoya para ello en una concepción sólida pero no sonetizante de la poesía, que hace posible la escritura de una biblia laica y personal del amor. Ayudan a tensar el hilo emocional del libro fragmentos del diario de ella, entreverados con los poemas como fragmentos de un diálogo intertextual que hace posible el plural, ayudando a entender que el amor es cosa de dos y que las voces se mezclan y se ayudan para configurar así ese proyecto de nosotros que es el futuro. Raúl Nieto nos enseña que el amor puede suceder en Cuenca, o en Coslada, o en una urbanización con piscinas, o en una carretera camino de Madrid. No tiene miedo de verse a sí mismo como una mosca en un tarro de cristal, a pensar que la vida es un interminable gotear en una lata (“... pasos que son preguntas que son gotas / cayendo sobre una lata / que es la vida”). Entre sus poemas encontramos a Hierro o a Cernuda o a Ángel González empujando a Raúl Nieto para que nos hable con un nihilismo constructor de palabras y silencios. Hay en casi todo el libro una voluntad de no comprender (“cuando la comprensión es otra forma de rendirse”) y una sensación de insuficiencia del mundo. Sus palabras están impregnadas de la imposibilidad de nuestros empeños, pero en algunos de los poemas se intuye una vaga esperanza, intangible, más que metafísica, lejanísima (“esa voz que nos llama cuando hemos caído / y que no vive en las palabras / sino allí donde acaban las palabras”), residuo de una fe que nos hace creer en un siempre indescifrable lenguaje de las emociones. Y quizás gracias a esa fe en las emociones, el libro deja de ser un libro de derrota, un inventario personal de sinsabores o dificultades. Hay en sus poemas una sed de intensidad ( “pues en caso de incendio / (dicen) / rómpase todo aquello que no arda / para que nada quede de los que se han amado “ ). Late con fuerza una voluntad de ser a la vez la destrucción y el amor, con permiso de Aleixandre, una interminable referencia a lo efímero de la existencia y el humano e inacabable estirar la mano para alcanzar los significados:

Si este sorbo de vida no llevara la muerte en sí
como el hielo su propia sed,
pero hasta entonces,
pero hasta el último peldaño de misericordia,
donde no haya último peldaño
que nos aleje más del suelo.

A medida que el libro nos lleva nos damos cuenta de que los temas se múltiplican e intentan modestamente abarcar el mundo ( “Sé / pero qué poco / pero qué demasiado para tanta belleza” ). Aparecen los amigos, el significado de la vida, la muerte, la imposibilidad de atrapar el mundo con la palabra, arropando ese tú a tú que implica la pareja y sus desafíos ( “Pero tú traes tu ciudad / y yo traigo la mía y en ambas llueve” ). Se consolida página a página mostrándonos que vivir es avanzar a tientas ( “deslizar una mano en la luz con los ojos cerrados” ) y quizás su enseñanza moral sea que solo el contacto con lo extraño nos da otros ojos ( “me has dado algo de ti que yo no conocía”). No es el amor de Los pozos del deseo un amor hedonista. Hay portazos, sinsabores, desencuentros, egoísmos. Los otros dos, uno de los mejores poemas del libro, nos habla del inevitable cuarteto del amor, los que somos, los que queremos ser, los que mostramos ser, los que creemos que los otros son. Inevitable juego de espejos:

Por detrás de ti y de mí hay otros tú y yo
y cuando digo detrás lo que digo
no sé si lo decimos nosotros o ellos

No tiene mucho sentido decir que un libro es mejor que otro, pero después de Zapatos de andar calles vacías ( Ediciones Vitruvio 2006 ), Tríptico del día después (Ediciones Vitruvio 2008) y Salir ileso ( Ediciones Vitruvio 2011), todos con una clara unidad de estilo y una voz personal pero con cierto espíritu misceláneo, Los pozos del deseo es el libro de la producción poética de Raúl Nieto que mejor concentra sus esfuerzos en un solo tema y en el que se intensifica aún más el efecto de sus palabras.
Vivir es el precio que tenemos que pagar por la ficción, pero bien merece la pena vivir para encontrar pozos, como los de Raúl, en los que las aguas nos sacien de preguntas para enfrentarnos con nosotros mismos. 

Los pozos del deseo
Raúl Nieto de la Torre
Ediciones Vitruvio 2013

viernes, 11 de octubre de 2013

La vida duplicada y el falso dilema de la juventud o el vigor


En los años ochenta pasaron muchas cosas, pero no todas se recuerdan por igual. Entre 1979 y 1985 la literatura española conoció la singular explosión literaria de Rafael Soler, un escritor valenciano que publicó cuatro novelas (El grito, El corazón del lobo, El sueño de Torba y Barranco), un libro de poemas (Los sitios interiores -sonata urgente-) y dos libros de relatos (El mirador y Cuentos de ahora mismo). En ese mismo período de tiempo recibió el Premio Cáceres de novela (1982), el accésit Emilio Hurtado (1981), el Premio Ateneo de La Laguna (1980), el accésit del Premio Nacional de Poesía Juan Ramón Jiménez (1980), el premio de la Primera Bienal Literaria Ámbito Literario (1978), la Tercera Hucha de Oro en 1978, y la Hucha de Plata en 1981, 1982 y 1985.
Después de semejante demostración de fuerza estética, y con una incipiente pero monárquica galería de trofeos, su mundo interior dejó de publicar durante más de dos décadas hasta el 2009, momento en el que regresa de la mano del editor Pablo Méndez con un libro de poemas (Maneras de volver), seguido de otro poemario en el 2011 (Las cartas que te debía), así como la reedición de su novela El corazón del lobo ya en el 2012, gracias a Ediciones Evohé.
Un vistazo rápido al recorrido literario de Rafael Soler descubre, ante la mirada de cualquiera, un prolongado paréntesis desde su eclosión en los primeros ochenta hasta su vuelta en el 2009. Y uno se pregunta: ¿Por qué ese silencio? ¿Qué sucedió (o no) entre 1985 y 2009? ¿Merece la pena buscar cuáles fueron las razones del parón? ¿Tiene sentido volver? Las preguntas parecen (y solo parecen) inevitables, pero en realidad se podría contestar con nuevas preguntas: ¿Hay que publicar sí o sí? ¿Es noble escribir sin tener algo que contar? ¿Es obligatoria una cronología literaria continua? ¿Un libro es solo del que lo escribe o una mezcla de mentes entre lectores y autores? Estas preguntas, a modo de réplica, podrían ser suficientes para explicar las posibles causas del silencio de Rafael Soler, y al mismo tiempo se podría entablar un productivo diálogo sobre tópicos más o menos dañinos acerca de la creación. En cualquier caso, y a modo de conclusión, no estaría de más darse cuenta de la evidencia de que no publicar no significa no escribir, como no hablar no significa no pensar.
Pero, a nuestro juicio, todas estas divagaciones no son el núcleo del problema. El caso es que tenemos un libro sobre la mesa (El corazón del lobo) y que estamos vivos. La cuestión central es si ese libro sigue o no trasmitiéndonos su vibración cuando nuestros dedos lo tocan, si esas palabras siguen encontrando el camino hacia nuestro corazón, si siguen hablándonos al oído y haciéndonos preguntas años después de haber sido escritas. La cuestión, más allá de las décadas o no de silencio y de las galerías de trofeos, es si ese libro nos transmite todavía vida, esa vida que solo la verdadera literatura es capaz de capturar y transmitir sobreviviendo al tiempo.
Muchos hablan de juventud para diagnosticar la capacidad de un libro o un autor para transmitir vida, y puede ser que en parte tengan razón. Pero ¿Cómo se mide la juventud de un escritor? ¿Cómo se mide su capacidad para transmitir vida a través de un texto? Es una pregunta aparentemente fácil, pero la respuesta no figura, como cabría esperar, en ningún carnet de identidad ni en ninguna partida de nacimiento. La juventud de un escritor, su capacidad para transmitir vida, es algo extraño porque una vez queda escrita la página, entregada al editor y a los ojos de los lectores, lo que el autor dejó escrito se convierte en una existencia que deja de pertenecerle. Los lectores se transforman así en una especie de vampiros al revés, que resucitan el texto y lo devuelven a la vida cada vez que lo leen. De esta manera la vida se duplica. Dostoyevski, monumento de escritores y modelo de buscadores de palabras, está más muerto que muerto, como cuerpo, en el Monasterio de Alejandro Nevski. Es una evidencia, una constatación indiscutible: ya no es nada más que un cuerpo reducido a cenizas, polvoriento y olvidado, sin nada que poder decir. Pero lo cierto es que lo resucitamos cada vez que abrimos Crimen y castigo y los personajes reanudan su danza, una danza interminable de personajes de guardia. Aún así, también es verdad que no basta solo con un mecánico abrir de páginas para volver a la vida un texto. La página que resucita pasados los años debe tener una savia incorruptible. El vampiro-lector, que espera su dosis de vida, necesita que la prosa posea su propia mirada, su movimiento, la desenvoltura imperfecta de esa inyección de fluidos que llamamos vida. En realidad no es juventud lo que busca en el texto un vampiro-lector. Realmente lo que busca es vigor. Por esta razón podríamos sustituir, para ser justos, la palabra juventud por la palabra vigor. Y Rafael Soler es de esos escritores vigorosos que, como Dostoyevski, duplican la vida, nos marean como un fluido que asciende por las venas del texto, y nos hace ser más nosotros siendo otros, a través de sus personajes. De esta manera, deja la juventud de ser un problema cronológico y pasa a ser un problema sanguíneo, una cuestión del sistema circulatorio que se establece entre el texto y el lector. Y es que Rafael Soler es un escritor básicamente sanquíneo, circulatorio, transmisor de vida. Pero, a diferencia de Dostoyevski, cuerpo olvidado, está también vivo fuera de la página y todavía puede darnos más vida directamente de su cuerpo, a través de sus palabras.
El corazón del lobo, novela que reedita Intravagantes en 2012, narra la historia de pareja de Alberto y Ana y sus potenciales o consumados amantesamigos Alejandro y Fanny. Es una novela que elimina conscientemente todos los nexos narrativos y acotaciones de la novela tradicional (incluso de la más moderna), reduciendo la narración a la transmisión de lo esencial, convirtiéndose en torrente de literatura, en voz de voces. Rafael Soler innova, juega con la forma, pero no es la suya una innovación vana, no es su juego mero formalismo. Las cosas suceden en El corazón del lobo como suceden en la vida, sin pedir explicaciones. Los impulsos, las imagenes y los sonidos se superponen y se entrecruzan. Rafael Soler rompe formas y es sabia mezcla de contrarios, del mundo exterior e interior, hondura y vanguardia, experimentación y profundidad. Vanguardia humanizada, dotada de contenido; vanguardia honda, si se quiere. Eleva la vida corriente a categoría de arte. Sería imposible acotar una región de la novela porque Rafael Soler nos habla del terreno de la intimidad y esa intimidad es una intimidad infinita. Su mundo temático es el mundo temático de cualquiera, y quizá sea esa su magia. Como ha sucedido siempre en la poesía, Rafael Soler renueva con su prosa los temas que han latido y latirán en todos los corazones de todas las generaciones, haciendo suya una voz, renovando el lugar común con solo su contacto. Por eso es indiferente a las décadas, a los vacíos vaivenes de la prosa o el verso. Rafael Soler y El corazón del lobo es lo más cerca que la prosa puede estar de la poesía. Y es la suya una voz multitudinaria e íntima, dotada de un prodigioso cerebro sintáctico para las idas y venidas en el tiempo, el lugar y la mente. Maestro semántico y guiador en la fina exploración léxica del mundo, lleva de la mano a nuestros sentidos, pero con alma y verdad, sin fingimientos. La literatura de Rafael Soler incluye todos los ritmos (o tantos que no podemos contarlos, solo seguirlos) de la misma manera que la vida nos incluye y es sinfonía infinita, y tiene todas las músicas. El corazón del lobo es página que late, palabra que nos toma de la mano y tira de nosotros, sonido que vibra y nos empuja. Gracias, Rafa, por darnos otra vez la vida.


El corazón del lobo
Rafael Soler
Colección Intravagantes
Ediciones Evohé 2012

sábado, 21 de septiembre de 2013

El Enano Moral en el Palacio del Verbo


Allá por 2010, Guillermo Aguirre publicaba Electrónica para Clara, una novela que contaba la historia de unos jóvenes que se buscaban en un Madrid marítimo y drogadíctico, entre música de DJ´s y motos de agua. La historia transcurría en un lugar mental poblado de embarcaderos y canales en los que aparecían fragmentos de un Berlín que emergía del subsuelo mientras se rastreaba psiquiátricamente la pista de una Clara desaparecida. En esa novela, los psiconálisis de los personajes iban voluntaria y progresivamente emborronándose bajo el influjo de una prosa que se abría camino instintivamente como lo hacen pocas. Ganó el XV Premio de Novela Lengua de Trapo y marcó el inicio de la trayectoría narrativa de un autor inteligente y olfativo, Guillermo Aguirre, que se atrevía con temas mareados ya en las máquinas de pensar y en las máquinas de escribir, a saber: la autodestrucción, las drogas, la locura, el amor, la bohemia, la noche y los excesos. Guillermo hizo un triple mortal, evitó los clichés con inteligencia y una prosa intensa y llena de matices, y construyó una novela de una sola pieza a base de fragmentos de psique. El resplandor nos dejó ver la luz, aunque fuera la luz de un oscuro afterhour donde licuarse el cerebro, y fue por esa razón por la que muchos aplaudimos su novela y dijimos bravo.
Pero Electrónica para Clara era una novela peligrosa porque llevaba inevitablemente implícita una pregunta. Y la pregunta surgía de manera natural cuando uno pensaba en el siguiente paso. Bueno, sí, muy bien, nos decíamos algunos, lo has conseguido, pintaste el mismo cristo en la cruz que pintaron muchos de los que te precedieron y lo hiciste bien, con una nueva corona de espinas y elementos psicoactivos, con nuevos clavos en forma de palabras.... sí, muy bien, perfecto, lo hiciste, pero... ¿ahora qué? Y es que la pregunta que llevaba implícita esa primera novela era ¿ahora qué?
Ya sabemos que en literatura las bifurcaciones del futuro, como las neuronas de Borges, pueden ser infinitas, pero algunos desvíos solo conducen a precipicios y el agotamiento no solo afecta a los músculos, sino también a las páginas y a los temas. Había segundos trayectos cifrados en nuevas preguntas y las opciones de Aguirre, después de Electrónica para Clara, parecían ser fatídicas: ¿malditizarse ad infinitum y seguir insistiendo en el papel de mártir de las sustancias? ¿continuar sufriendo en público, crucificado en la página por las excesivas ganas de vivir? ¿elevar el dolor a categoría de acto heroico? Todo esto, unido al carácter generacional de su Electrónica, podía haberse convertido en la tumba perfecta para un escritor que no diera un nuevo paso para así defender su status de inteligencia ganado a pulso en su primera incursión. Pero el hecho es que Aguirre no se ha conformado con ese primer salto mortal y, esquivando los obstáculos con su método del matiz y el olfato, vuelve con ganas de luchar contra su propia fecha de caducidad. No se ha quedado dormido en los laureles de su primeriza Clara y ha huido de nuevo pero en otra dirección, con otro yo y las mismas ganas de exprimir el verbo. Y lo que es más difícil: sin negarse a sí mismo.
Pero ¿quién es Leonardo?
Leonardo es el joven (dejémoslo ahí: joven) alrededor del cual gira todo el material literario de la novela. A lo largo de las casi doscientas páginas que dura la historia solo hace tres cosas: primero pide, después pide más, y, luego, no para de pedir hasta que agota a los que le rodean. Pide amor pero huye de él. Pide huir pero vuelve para que le cuiden. Quiere reconocimiento, pero ni siquiera se reconoce a sí mismo. Quiere comodidad, pero no puede pagar su indigencia. Se engancha a todo: al café, a los antidepresivos, a las divagaciones, al tabaco, a las mujeres, a las tetas, a los los chats, a la pornografía, al onanismo (mental o físico), a los horarios intempestivos, a las explicaciones, a los fingimientos, a los olvidos, a la crítica de un mundo en el que no interviene, a sus ansiedades, a sus miedos, a los incontables círculos que comunican una neurona con otra. Y así podríamos seguir hasta el infinito.
Leonardo se engancha a todo y está obsesionado con la Teta Blanca, interesante y paródico trasunto erótico de Moby Dick que le hace moverse en círculos como un perro que busca su propia cola y nunca la atrapa. Pero todo este egoísmo de niño grande podría ser tedioso si no tuviera un sedal invisible que tirase del personaje. Lo que hace interesante, en nuestra opinión, a Leonardo no es la marioneta, sino los hilos. Guillermo Aguirre ha borrado cualquier trazo heroico de la bohemia cansina e insistente que circunda el mundo mental de su protagonista y lo ha arrastrado hasta el ridículo más impensable. El protagonista de la novela, como en la más ancestral representación del ridículo que ya supieron ver los actores del cine mudo, tropieza con puertas, se disfraza con gorros imposibles, corre hasta la sudoración extrema y se revuelca entre manteles, mesas derribadas y restos de mayonesa, mientras sigue pidiendo a diestro y siniestro cuidados, medicinas y pensiones de una supuesta invalidez disfrazada de beca literaria. Todo esta obsesión egomaníaca podría hacernos pensar que estamos ante un exibicionista, pero, descosiendo el dobladillo de toda esa prosa que rodea la verdad hasta estrangularla, no hallamos sino a un exorcista con ganas de verdad. Aunque esa verdad sea ridícula y autoparódica.
No es Leonardo una novela de trama ni creemos que pretenda serlo. Y si la tiene (la trama) es la de una masturbación: una clara línea argumental que nos empuja a buscar y seguir buscando (desparramando los ojos lo máximo posible) hasta encontrar una oportunidad mínima de sacar un provecho estético y filosófico de la obsesión. Y es que el verdadero protagonismo de la novela lo ostenta el lenguaje, brillantísimo y lleno de matices en casi todas sus páginas, y tabla de salvación de un argumento que solo sirve para caracterizar el raquitismo moral y vital del personaje. Un lenguaje que se abre paso entre la miseria humana de Leonardo y su enanismo moral, capaz de construir un ridículo palacio de fastuoso verbo autorreferencial que nos conduce hacia la salvación a través de la risa, una extraña forma de lucidez adquirida a fuerza de cansancio o desesperación.

Leonardo 
Guillermo Aguirre
Editorial: Lengua de trapo 2013